Ninguno de los evangelistas nos da cuenta de en qué fecha y bajo qué circunstancias íntimas tuvo lugar la despedida y la separación de Jesús y de María, cuando Jesús, movido por el Espíritu Santo, dejó su hogar de Nazaret para ir en busca de Juan el Bautista, que proclamaba la proximidad del Reino de Dios, anunciado por los profetas siglos antes, y predicaba la conversión, el cambio de vida. Lo único que nos dicen es que Jesús salió de Nazaret, en Galilea, y se fue a Judea, a las riberas del río Jordán, y que allí se hizo bautizar por Juan, como lo hacían todos cuantos, llegados de todas partes de Palestina, se reunían allí para escucharlo, y que Juan, al verlo, lo reconoció como el Mesías prometido, el Enviado de Dios para salvar a su pueblo, “el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (cf. Juan 1, 29). Solamente san Lucas precisa un detalle: la edad aproximada que tenía Jesús cuando ocurrió este hecho que inicia su Vida pública, su Vida de predicación:
“Por aquellos días aparece Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea:
– Conviértanse porque ha llegado el Reino de los Cielos… Yo los bautizo en agua; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo… Él los bautizará en Espíritu Santo y en fuego…
Entonces aparece Jesús, que viene de Galilea al Jordán donde Juan, para ser bautizado por él…
Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz que salía de los cielos decía: – Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mateo 3, 1-2.13.16-17).
“Tenía Jesús, al comenzar, unos treinta años…” (Lucas 3, 23).
Hayan sido como hayan sido los acontecimientos que rodearon este suceso importantísimo de la vida de Jesús, y por lo tanto, también de la vida de María, significó para ambos una dura prueba. Jesús, como buen hijo, sintió en su corazón el dolor de dejar a su madre, sola en Nazaret, y María, como madre amorosa, experimentó el dolor que experimentan todas las madres del mundo cuando sus hijos se alejan de la casa paterna, de sus cuidados y atenciones, aunque sea temporalmente. Sin embargo, ambos asumieron esta nueva circunstancia de sus vidas como un deseo expreso de Dios, como Voluntad de Dios; y esto hizo que ambos vivieran el momento con el dolor que evidentemente les producía, pero también con una profunda paz y una gran esperanza.
En el corazón adolorido de María resonó nuevamente el eco de la voz y de las palabras del anciano Simeón aquella mañana ya muy lejana en el tiempo, en las afueras del gran Templo de Jerusalén, anunciándole los dolores que padecería a causa de Jesús; entonces, plena de fe y de confianza, repitió sin vacilar el “SÍ” que le había dado a Dios, allí mismo, en Nazaret, y que la había hecho madre de aquel hijo maravilloso. Abrazó a Jesús estrechamente, lo besó con amor infinito, y lo dejó partir.
También Jesús abrazó y besó a María con amor de hijo cariñoso y agradecido, y firmemente decidido salió rápidamente, antes de que las lágrimas nublaran sus ojos; muy pronto estuvo Jesús fuera de Nazaret, y sin pensarlo más emprendió el camino de su nueva misión: Judea, el río Jordán.
Pero el acontecimiento que ahora nos ocupa es otro. Nos lo narra el evangelista san Juan, y es exclusivo de su evangelio: La fiesta de bodas en Caná de Galilea, a la que fue invitada María y también Jesús, que ya tenía algunos discípulos que lo seguían a todas partes. En esta fiesta de bodas tuvo lugar el primer milagro de Jesús, gracias a la intercesión de María.
San Juan nos habla dos veces de María en su evangelio, y las dos veces son encuentros de Jesús con su madre; el primero es este de las bodas de Caná, y el segundo, en el Calvario, cuando María pasa las horas de agonía de Jesús, al pie de la cruz.
Aunque no podemos precisar una fecha exacta para este encuentro de Jesús y de María, al menos podemos afirmar que tuvo lugar cuando Jesús ya había sido bautizado por Juan Bautista, como nos lo narran los evangelios sinópticos
– Mateo, Marcos, Lucas -, cuando había pasado cuarenta días en el desierto en oración y penitencia, y cuando ya había llamado a sus primeros discípulos, porque el evangelio dice expresamente que Jesús estaba acompañado por algunos de ellos; y también podemos decir que este fue su primer milagro, porque el evangelista lo anota expresamente, indicando además que gracias a él, muchos creyeron en Jesús.
“Tres días después (del encuentro de Jesús con Natanael) se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos.
Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: – No tienen vino. Jesús le responde: – ¿Qué tengo yo contigo, mujer? No ha llegado mi hora.
Dice su madre a los sirvientes: – Hagan lo que él les diga.
Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: – Llenen las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba.
– Sáquenlo ahora, les dice, y llévenlo al maestresala. Ellos lo llevaron.
Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua sí que lo sabían), llama el maestresala al novio y le dice: – Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora.
Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos. Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus hermanos y sus discípulos, pero no se quedaron allí muchos días” (Juan 2, 1-12).
Muchas cosas dicen los biblistas sobre este milagro de Jesús, todas ellas muy interesantes e importantes; pero nosotros vamos a dedicarnos específicamente a aquellas que hacen referencia directa a María, porque son las que nos interesan hoy de un modo especial.
Empecemos por anotar que en aquellos tiempos se entendía por “boda” el día en el cual el esposo sacaba a su esposa, con quien ya estaba comprometido formalmente, de casa de sus padres, y la llevaba a vivir a “su” casa, que bien podía ser la casa de su familia; y también, que toda boda era un ocasión especial para celebrar, para hacer fiesta.
Una fiesta de boda duraba varios días, generalmente siete días. Durante este tiempo, los invitados, familiares, vecinos y amigos, venidos de todas partes, incluso de otros pueblos, comían, bebían, danzaban, cantaba y compartían con gran alegría.
Como las casas eran pequeñas, la celebración tenía lugar en el patio exterior, al aire libre; allí se disponían las mesas con los alimentos, las tinajas con el vino, y las esteras para recostarse.
La mayor parte del tiempo los hombres estaban con los hombres, y las mujeres con las mujeres. Todos los invitados eran atendidos por los sirvientes, especialmente contratados para el efecto, que actuaban bajo las órdenes del maestresala, que era el encargado de disponerlo todo.
Como es perfectamente obvio, una celebración de tal tamaño necesitaba un buen tiempo de preparación. Generalmente, las mujeres de las familias de ambos esposos y algunas parientes cercanas, eran quienes, con la debida anticipación, elegían las viandas y las preparaban con gran esmero; después, ya en la fiesta, los sirvientes las servían a los invitados.
Muy posiblemente, esta fiesta de bodas que se celebró en Caná de Galilea, un pueblo cercano a Nazaret, fue la fiesta de bodas de algún familiar cercano de María; por eso María fue invitada y seguramente también participó en todos los detalles de su organización; por otra parte este parentesco de los novios con María hizo que fuera invitado Jesús, que acudió a ella en compañía de sus nuevos amigos, sus primeros discípulos. También era costumbre que los invitados a la fiesta de bodas llevaran a su vez algunos cuantos invitados más, lo cual aumentaba considerablemente el número de participantes en la celebración, y en ocasiones generaba problemas de diversa índole.
El hecho concreto que nos narra el Evangelio es que la duración de la fiesta y la cantidad de los invitados hizo que el vino que el novio había comprado, elemento imprescindible de toda celebración en Israel, se acabara antes de lo previsto, lo cual, por supuesto, significaba un grave inconveniente, incluyendo el desprestigio de los novios. Esta situación llevó entonces a María, buena observadora, delicada y detallista, a querer impedir que los nuevos esposos pasaran esta vergüenza en un día tan importante para ellos.
Movida interiormente a compasión, María pidió a Jesús que los ayudara, que realizara para ellos una intervención especial. ¿Cómo, ¿cuál?, no lo sabía exactamente. Sólo sabía que Jesús estaba en capacidad de solucionar el problema y que lo haría.
¿Cómo podemos entender el diálogo de María y de Jesús en esta ocasión?
¿Qué significan las palabras de María a Jesús?
¿Qué significa la respuesta de Jesús a María?
¿Por qué las palabras de Jesús a su madre nos suenan tan duras y desconcertantes?
Muchas y muy diversas son las interpretaciones y precisiones que las diferentes escuelas bíblicas han dado tanto a las palabras de Jesús como a las palabras de María, en este corto diálogo que nos presenta san Juan, y es inútil que nos detengamos a analizarlas, porque no es este nuestro objetivo. Nos basta con hacer algunas reflexiones sencillas al respecto, que nos den una pista para nuestra meditación y nuestra oración .
La vida de Jesús había sido hasta aquel momento una vida corriente, normal, rutinaria. La vida de un hombre sencillo, trabajador, bueno, como cualquiera de los hombres de Nazaret, y en general, de los demás pueblos y aldeas de Israel. Una vida sin alardes, sin presunciones, lejos de toda pretensión sin sentido. Pero María conocía el secreto más íntimo de su hijo; sabía que aunque Jesús era en todo lo que podía apreciarse a simple vista, semejante a sus amigos y parientes, era también profundamente distinto, porque en él había una realidad superior: Jesús no era hijo de hombre mortal alguno, era Hijo del mismo Dios, y como tal, infinitamente superior a todos los hombres que se codeaban con él. Por otra parte, la despedida de Jesús de Nazaret, y su partida en busca de Juan el Bautista, profeta de Dios, le estaba indicando que había llegado un momento particularmente importante en la vida de su hijo, y que tal vez estaba ya próxima la hora de su manifestación al mundo, el momento en el que debía darse a conocer, mostrar quién era realmente – el tiempo de su glorificación como Mesías -, y siendo así, qué mejor oportunidad que esta, para darse a conocer a todos. Además, María conocía perfectamente, el corazón de oro de Jesús, y sabía que era profundamente compasivo y nunca se negaba a ayudar a quien necesitaba su ayuda, ¡y quién podría necesitarla más que aquellos novios a quienes amenazaba la vergüenza ante sus invitados!.
Con estos pensamientos y estos sentimientos, María buscó a Jesús; él sabría qué hacer en una situación como esta, y lo haría; estaba plenamente segura. Lo buscó, lo encontró, y le habló al oído; le dijo simplemente: “No tienen vino” (Juan 2, 3). Tres palabras nada más; tres palabras sencillas que en sus labios eran una súplica confiada.
Jesús escuchó, atento como siempre, las palabras de su madre, y sintió que en ellas palpitaba una petición urgente a la vez que una clara sugerencia, pero se hizo el desentendido. No estaba seguro de que fuera precisamente aquel el lugar, el momento, y el modo para manifestarse. Por eso respondió como lo hizo, y su respuesta se oyó dura, cortante: “¿Qué tengo yo contigo, mujer? No ha llegado mi hora” (Juan 2, 4).
Sin embargo, María no se sintió, ni mucho menos, ofendida o rechazada por Jesús.. Al contrario. En lo profundo de su corazón, creció su confianza en él. Muestra de ello fue su orden a los criados: “Hagan lo que él les diga” (Juan 2, 5).
Esta actitud de María fue definitiva para Jesús. Vio en ella la Voluntad del Padre expresa y clara. Y sin ninguna otra vacilación, tomó las riendas del asunto, dispuso las cosas como era menester, y sin dramatismos innecesarios, sencillamente como actuaba siempre, realizó el milagro, convirtió el agua con la que habían sido llenadas las grandes vasijas de piedra, que se utilizaban para las purificaciones rituales, en un vino exquisito. Esta fue la primera señal con la que podrían identificarlo quienes quisieran abrir su corazón para creer en él y para seguirlo.
La respuesta final de Jesús a su solicitud, llenó de gozo el corazón generoso y compasivo de María y confirmó su intuición maternal: había comenzado una etapa nueva y definitiva en la vida de su hijo, la etapa de su manifestación y de su gloria. ¿Cómo sería?… No lo sabía, no podía imaginarlo, como no supo nunca con anterioridad los acontecimientos que tuvieron lugar en los pasados treinta años. Su única certeza era que todo se realizaría según el deseo de Dios, según la Voluntad de Dios, porque esa había sido siempre la primera y gran preocupación de Jesús.
Una vez más María guardó en su corazón la alegría inmensa que sentía, y su secreto, el secreto de Jesús, continuó a la espera de ser revelado plenamente por el Padre, cuando Él lo juzgara conveniente.
Este episodio del evangelio de Juan, nos pone de presente el lugar y el papel decisivo que tuvo María en la vida de Jesús, y por lo tanto, en el Plan salvífico de Dios. María no sólo es quien concibe a Jesús, en su vientre virginal, y teje su humanidad, sino también quien lo muestra al mundo entero, presente en los humildes pastores de Belén, en los ricos Reyes del Oriente, en el anciano profeta del Templo, en los habitantes de Egipto con quienes convivió algún tiempo, en los vecinos y parientes de Nazaret, y también, quien de alguna manera lo impulsa a enfrentar con decisión su gran reto: hacer presente ante los ojos sorprendidos de quienes lo rodean, el Reino de Dios que es alegría, que es fiesta, que es bondad, que es abundancia de dones y de gracias, que es compasión y es servicio, que es promesa y esperanza de un mundo nuevo, como el vino nuevo y sabroso que brotó de su palabra.
En Caná de Galilea, María empezó a sentirse madre de todos los que, angustiados, avergonzados y a punto de fracasar, necesitamos su compasión y su servicio.
En Caná de Galilea, María se hizo puente entre Dios y nosotros. Intercesora fiel y solícita para todos los hombres y mujeres que poblamos el mundo, y que en nuestra indigencia radical requerimos su apoyo y su ayuda para alcanzar de Dios los dones y gracias de su amor infinito.
En Caná de Galilea, Jesús nos mostró que no puede negar a María, nada de lo que ella le pida, porque su corazón de hijo palpita íntimamente unido al suyo, y todas las necesidades de la Madre se hacen también sus propias necesidades.
En Caná de Galilea, Jesús nos mostró que la fe verdadera, como la fe de María, mueve montañas, hace posible lo imposible, y llega al corazón mismo de Dios que conoce su fuerza y escucha su plegaria.